HUELLAS EN EL UMBRAL DEL AYER

 


Aquel día se tornó melancólico para el sexagenario y tomó la iniciativa de emprender un viaje al pasado; decidió visitar la casa donde sus raíces se hundían en la tierra y sus recuerdos se tejían en las paredes; aquella propiedad, la que tantas veces resonó con las risas infantiles, pero que ahora, pertenecía a extraños.

Al llegar, con paso inseguro pero decidido, se encontró frente a la puerta que alguna vez fue testigo de sus alegrías, cuando la abuela llegaba cargada de regalos en día de reyes o cuando los amigos llamaban para salir a jugar. Al tocarla, la madera rugió como si también recordara. Cuando se abrió, unos ojos desconocidos lo miraron con interrogantes.

—"¿Qué se le ofrece?"— preguntaron, sin reconocer al hombre que estaba en frente.

Con paciencia y nostalgia en los ojos, el hombre se presentó…

—Buenas tardes, disculpas por la molestia. ¿Sabe? yo nací aquí—

Y se quedó callado sin saber qué decir, pero la cara de la mujer frente a él permaneció impasible, incrédula ante la presencia de alguien que era un completo desconocido. No obstante, el hombre se animó e insistió hablando de cada rincón de la casa, convirtiéndose en el narrador de su propia historia. Describió el patio posterior con las jardineras de ladrillos y aquel techo batiente que sustituyó el parral de uva chinche, amarga como la hiel; el parrillero, en el que se gestaron tantas juntadas de familia alrededor de la mesa octogonal de hormigón con pedacitos de azulejos multicolor, habló de la escalera que subía y bajaba con emoción desbordante, y finalmente, mencionó el galpón que reposaba bajo la casa, todo en fracción de segundos; la dueña de casa, asombrada por tanta precisión esbozó una sonrisa.

—No me cabe duda que es quién dice ser, su cara lo dice todo. ¿En qué lo puedo ayudar? —

—La verdad, sentí la necesidad de reencontrarme conmigo, con el niño que fui, para poder dejar ir aquel tiempo y aceptar mi vejez—. Comentó el veterano.

A todo esto, el esposo, viendo que la señora demoraba tanto con la puerta abierta, apareció un poco desconfiado por el pasillo del costado y asomó su cabeza como diciendo ¿Y este quién es? ¿Qué quiere? ...la esposa amablemente le contó la historia y se sumó a la charla.

Con la esperanza de encontrar algún vestigio de su infancia, el hombre pidió permiso para explorar el galpón que recordaba con tanto cariño. Aunque los nuevos propietarios accedieron, la realidad era que el espacio estaba lleno de objetos y recuerdos ajenos.

Aquel lugar, una vez santuario de travesuras infantiles, ahora estaba ocupado por las pertenencias de los nuevos habitantes. A pesar de ello, entre las cajas y los objetos que no le pertenecían, el hombre logró encontrar pequeños destellos de su pasado; un rincón donde alguna vez guardó sus tesoros de niño.

Las paredes, aun sin revocar, tal cual las había dejado su padre, aún guardaba señales de sus aventuras y algunas marcas que solo él conocía. En uno de los bloques aún estaba el hueco donde escondía sus secretos. Al verlo, presuroso metió su manota que casi no entraba y para su sorpresa, toco algo con la punta de los dedos...era una nota en un papel amarillento, reseco y apolillado, pero aún legible, “Mamá, yo nunca me voy a casar, voy a quedarme contigo para cebarte mate” …allí mismo sintió un dolor muy grande en el pecho, las lágrimas brotaron sin parar y comprendió así la amarga realidad de crecer y envejecer.

En otro rincón, logró ver la imagen de su hermana, varios años mayor, haciendo comiditas de arena y pasto con su amiga Clarita y se las daban a él para probar, al tiempo que las lágrimas se transformaban en risas ante la muda mirada del propietario.

Durante un instante, el fino ladrido de Pequi, un pequeño perrito pequinés que lo acompañaba constantemente, resonó en sus oídos. Aunque vivió poco tiempo, nunca lo olvidó. Su prematura partida, debido a la parvovirosis, marcó su primer encuentro con la tristeza, dejando una huella indeleble en su memoria. También hubo otros perros en su infancia, como el agresivo Nerón, sin olvidar la ocasión en que lo revolcó en su tarro de comida. Y por supuesto, estaba el recuerdo del Carco, aquel ovejero que imponía su presencia en el jardín, pero era más manso que agua de pozo, él solamente levantaba su cabeza e infundía respeto.

A sus espaldas, aún estaban las manchas de vino en el piso, de los tantos febreros en que su padre pisaba la uva con sus amigos, el herrero Huguito Sánchez , Don René, el viejo Perdomo, el Coco, el Lolo Peralta, y otros tantos que se iban sumando; allí quedó el tonel de dolmenit con su canilla de madera, mientras resonaba en su cabeza el persistente sonido de la trituradora de rodillos con aquella tolva de chapa donde volcaban los cajones de uva, y donde nos alternábamos con mi vieja y mi padre para dar vueltas a la manija, uniendo esfuerzos en ese ritual compartido.

El galpón se revelaba como un cementerio de la inocencia, un lugar donde las vivencias quedaron sepultadas bajo capas de polvo y en ese silencio abrumador, las sombras se convirtieron en narradores, contando historias que el tiempo arrebató, transformando la infancia en un suspiro que yacía enterrado en los escombros de la realidad adulta.

Así, el hombre, entre suspiros y recuerdos, cerró la puerta de chapa que aún se quejaba como entonces y mientras subían por la escalera, la señora preguntó: 

¿Y qué más recuerda de esa época? —.

—¡Uhh, tantas cosas! Tenía una canarita; era una gallinita ponedora que amaba mucho, se llamaba Panchita— y señalando el lugar preciso dijo: — Mire; aquí al lado, vivían el Keko y la Keka, los viejitos que me cuidaban; cuando la Panchita se murió, la enterré allí mismo, dónde está ese montón de escombros; había en aquel entonces un naranjero medio chicuelo, ¡cómo disfrutaba de comer sus huevos! — Y asiéndose del pasamanos siguió subiendo la escalera, mientras recorría con la vista lo cambiado que estaba todo el entorno.

¿El Keko y la Keka? — Me suena a personajes de un cuento— agregó el señor de la casa.

—¡Sin duda que lo eran! — respondió el veterano visitante. —Ellos eran todo lo que un niño desea tener; amor del bueno, genuino, sin doble discurso, ese que brota por los poros y llora contigo cuando te caes, ese que es cómplice y se hace niño contigo y a la vez te hace sentirte grande— y otra vez las lágrimas rodando por los pliegues de su cara.

—¡Pahh jefe, lo escucho y me estremezco! — exclamaba el dueño de casa.

—Es que yo estaba casi todo el día con ellos, mis viejos trabajaban de sol a sol; no me podía quedar solo, y mi hermana se quedaba con mi abuela por el mismo motivo. Si bien eran solo vecinos, para mí eran mucho más, porque encontraba en ellos lo que me faltaba en casa. Mis viejos solo buscaban dinero para terminar la casa, pero nunca tuvieron equilibrio; no digo que no me quisieran, pero su vida giraba solo en el vil metal. Lo material siempre estaba, me enviaban a escuela privada, nunca faltaba la comida, los paseos; mi padre siempre fue muy laburador y si hay algo que le agradezco, es que me haya inculcado la cultura del trabajo. Siempre me decía. "Algo tenes que ser, de algo te vas a recibir" me llevaba donde estaban haciendo zanjas los peones para enterrar los cables de UTE y me repetía una y otra vez: "Si no querés trabajar en esto, estudiá" ¡y qué razón que tenía!.

Recuerdo que, el rancho de los Keko´s, como yo les decía, tenía techo de chapa con un alero al frente donde nos pasábamos jugando a la escoba del quince, a la conga, al roba montón y venían muy seguido sus primos, el finado Torres y la vieja Anizeta, ¡flor de timba se armaba! pero a ellos les gustaba el truco y meta vino con chicharrones—

Y señalando con el brazo continuaba describiendo el lugar como si lo estuviera viendo.

—Allí, más adelante había un patio de tierra donde jugamos con el Keko a las bolitas y donde me enseñó a jugar con los trompos.




Recuerdo que tenía un álbum de figuritas, del mundial México 70, y en los sobres de figuritas, venían unas redondas, de cartón, y jugábamos a la tapadita sobre una silla hasta que la mano nos quedaba hinchada como un sapo.


También había un enorme horno de barro en el que se cocinaban lechones, corderos y la famosa tarta de manzanas con merengue de la Keka cuando había fiesta en el rancho y parecía siempre estar bostezando.

El pan con azúcar nunca me faltaba y siempre andaba cantando; me paraban sobre una silla y me hacían cantar aquella canción de Raphael “Yo soy aquel”. ¡Y el Keko también le daba duro al canto!, aún me parece escucharlo, cantando las payadas de Arellano y cuando no, escuchaba el radioteatro de Julio Cesar Armi, con la radio a toda voz y su voz que no daba más—.

¡Pero mire Ud.!, ¿Cuantos recuerdos no? pero venga, siéntese por aquí— la señora trajo una silla y se sentaron en el porche de la casa.

—Sabe que, por las noches— continuó diciendo. —Cuando me quedaba a dormir en el rancho, calentaban un ladrillo en el primus que luego ponían en un latón y tenía que orinar sobre él; de esa forma evitaba que mojara las sábanas y una vez en la cama me hacían cosquillas en la espalda hasta que me dormía, por supuesto que, dormía entre los dos. Al otro día, luego del desayuno, íbamos a juntar huevos al gallinero junto al árbol de membrillo que, en los otoños, se llenaba de frutos—

—¿Y a qué se dedicaba este sr. el Keko? —preguntó la señora.

—Bueno, él trabajó en los hornos de ladrillos y seguramente en muchas otras cosas que nunca averigüé, en realidad cuando empecé a frecuentarlo ya estaba jubilado, yo era muy chico. Me acuerdo que el viejo había hecho una quinta, ahí en el fondo, y tenía la necesidad de ir al campo a juntar bosta de caballo para abonar la tierra; cuando veía que se calzaba los tamangos, ya me preparaba porque seguro era tarde de aventuras…

¿Los qué? ¿Qué eran los tamangos? —preguntó asombrada.

—Los tamangos eran unos zapatones que el viejo usaba para ir al campo, los fabricaba él mismo con cubierta de auto; le hacía unos cortes para generar una lengüeta, un talón y unos orificios por donde le pasaba un tiento como si fueran cordones; se forraba los pies con trapos, se metía los tamangos y allá marchábamos con la carretilla. Recuerdo que, yo siempre andaba con la honda colgada al cuello y ¡meta piedra para todos lados!, era bravísimo para la pedrada y muy certero en la puntería. Obviamente que, para volver caminando ya estaba cansado, y el viejo me traía sentado en la carretilla, en una bolsa de arpillera sobre la bosta que había juntado—.

—Pero volviendo al tema de la quinta…, el viejo plantaba de todo, no solo para consumo propio, también vendía su cosecha para hacer unos pesos a parte de la jubilación que era muy vaga; sacaba parte de ella a la vereda y ponía un cartel muy pintoresco en el portón escrito con tiza en el cual decía "venta de muñate"…

—¿Venta de qué? ¿Muñate? — Preguntaron entre risas.

Si...jaja, había querido poner "venta de boniatos" pero claro, el escribía como hablaba, y se pasaba las tardes en la vereda silbando frente al árbol de transparentes con sus cajones, y yo rodeándolo con los trompos, las bolitas y también con el Judas cuando llegaba la época navideña… ¿Un peso pa´l Judas doña?, siempre me daban alguna moneda y guardaba en una lata para comprar cuetes y quemarlos la noche del 24 de diciembre—

—¡Que increíble! como se guardan los recuerdos en la mente!— decía la señora. —Pero además me encanta como Ud. los relata pues parece que los estoy viviendo. Pero venga, venga, pase…—

El hombre, al adentrarse en el living, se vio envuelto en una especie de trance. El piso de granito negro pulido en el lugar, con piedras blancas salteadas, brillaba tanto como antes. El sonido de la pulidora, aquella máquina enorme, aún sonaba en su mente, como si aún estuviera allí haciendo el trabajo.

Aunque los nuevos adornos y sillones intentaban contar una historia diferente, en su mundo interior se negaba a aceptar el cambio y solo veía el living que recordaba con sus detalles inconfundibles. Frente a él, la sombra del gran cristalero seguía siendo el protagonista indiscutible. La mesa grande con vidrio, aunque ahora era otra, seguía siendo el epicentro de sus memorias. Vinieron a su mente las sillas de madera tapizadas en rojo, en las que tantas historias se contaban alrededor de aquella mesa; revivía las risas, las discusiones familiares y las celebraciones que habían ocurrido en ese mismo espacio; la guitarra de mano en mano, los cuentos, los recitados, las cantarolas con Julio, el Paco, Carlitos Colman cuando cantaba las canciones jocosas del Coco Díaz, los simulacros de programas de radio con chistes (fume cigarrillos Saumerio, los prende por la punta y los fuma por el medio), las tardes de lotería con mate y tortas fritas y la lucha por quien se ganaba el pozo; todo era muy disfrutable. 

Recuerdo claramente el acordeón de color verde de mi hermana, que se lo terminaron robando del galpón, y yo siempre rodeándo todo lo que tenía que ver con la música y el arte. Aunque los detalles habían cambiado, la esencia de la habitación aún mantenía el eco de su pasado.

Y volviendo a tomar la palabra, el veterano, frente a la mirada entusiasta de los nuevos dueños, se llevó una mano al mentón y recordó algo que no podía dejar pasar por alto, lo cual señaló diciendo…

Allí, en aquel rincón, junto a la ventana, teníamos una reposera de color rojo. Yo estaba en edad escolar y mi hermana ya estaba de novia con un gordito que ni sé de dónde lo había sacado, creo que vino a cortarse el pelo, porque ella tenía peluquería en casa y ahí se flecharon; lo había traído el Cholo, uno que se había ennoviado con su amiga Ana Peralta en un baile del barrio, pero ahora no importa, esa es otra historia.

Recuerdo que venía en una motito Churrinche, aquella de ruedas chiquitas y manubrio alto, al estilo Chopper americano y en aquellos años, yo era muy mal estudiante, pero muy malo…de esos que no sabía ni para que iba a la escuela, y este mozo, se las daba de inteligente para engatusar a mi hermana; dominaba lindo las matemáticas y era bueno para el dibujo, y mi vieja, zorra como ella sola, los quería controlar de alguna manera, pues los tortolitos cerraban la puerta del comedor, y como siempre estaba tejiendo o cociendo, con el ruido de la máquina no podía chusmear ni escuchar nada.

—¡ay ya me estoy imaginando todo! — Exclamaba la señora.

—No…déjeme que le sigo la historia. Generalmente los deberes los hacía o intentaba hacerlos, cuando estaba mi madre o mi hermana, pero siempre terminaban haciéndolos ellas. Entonces cuando le hacía alguna pregunta a mi madre, ella respondía: “Anda a preguntarle a Enrique que debe saber”, entonces, en complicidad yo tomaba velocidad y con el mismo impulso abría la puerta y aquello era el desbande de manos y brazos desenredándose “Enrique, Enrique ayudame ¿sabes esto? O ¿Cómo se hace tal cosa? O “dibújame un caballo”. Y al rato la vieja otra vez… “Anda a ver qué están haciendo” decía mi vieja y tenía que estar inventando escusas para irrumpir en aquel idilio amoroso. Después había que cortar la despedida en el portón, y después otra despedida cuando se montaba en la moto y la vieja chusmeaba por los orificios de la cortina de enrollar, era la mejor cámara de vigilancia. Y finalmente, el gordito terminó siendo mi cuñado. Un tipazo, con mayúsculas.

—Y dígame: ¿Cuál era su dormitorio? ¿Este o el del fondo? —.

—Era el de atrás, teníamos dos camas individuales, yo dormía allí contra la ventana y entre ellas había una mesita de noche con un cajón y una puertita donde guardaba mis zapatos y championes. En una época tenía un vidrio arriba, pero mi vieja decidió no reponerlo más, ya que cuando llegaba de la escuela, sacudía los pies para descalzarme y ¡Crash! Los zapatos volaban y caían siempre sobre la mesita—.

—A veces, conversando con mi hermana, me cuenta que yo colgaba las medias en los cuadros y la ropa de mi uniforme escolar siempre estaba desordenada; pero, además, dice que tenía espíritu incendiario porque, la mesada de la cocina, que tenía una canaleta en el borde para que el agua derramada no cayera al piso y desagote en la pileta, la llenaba de alcohol y le prendía fuego; claro, el alcohol encendido corría como el agua por aquella canaleta y las llamaradas las enloquecían a ella y a mi vieja. Obvio que el viejo no estaba pues sabía con los bueyes que araba —.

—Y me imagino que no, si no se la ligaba—acotaba don Carlos.

—¡Ahh no le quepa dudas!. Si, mi viejo era muy estricto y cascarrabias; más que educarnos, nos oprimía; todo era resongo y la que siempre se la ligaba era mi hermana, tanto cuando yo hacía diabluras o cuando me lastimaba, porque el alegaba que ella no me cuidaba. El viejo cortaba una vara de mimbre y te daba donde cayera, como quién doma un potro, a un lado y a otro sin poderla esquivar.

—Algo grato que recuerdo, cada 15 días salía una revista para escolares que se llamaba “Charoná”; mi vieja la compraba y me la daba en la cama con un alfajor de chocolate y dulce de leche. Ese momento era único y me quedaba toda la mañana en la cama leyendo la revista hasta la hora de ir a la escuela.

—Ahí en ese dormitorio duerme nuestra hija y nosotros en el dormitorio del frente—.

—Si, en el otro también dormían mis viejos, parece que aún lo escucho a mi padre roncar, o sus enojos cuando hablábamos fuerte o teníamos la tele alta cuando le tocaba trabajar de 22 a 6. —¡Che parece mentira que no se pueda descansar en esta casa, me tendré que ir a trabajar sin dormir! 

Recuerdo que se levantaba 20:30, cenaba lo que hubiese, se tomaba un café y se iba a la fábrica 21:15 en su bicicleta; ahí sentíamos la libertad total para divertirnos, tocar la guitarra y cantar, mientras la vieja se sentaba en la máquina de coser. Al otro día por la mañana, mi padre volvía del trabajo y otra vez silencio total, por lo menos hasta las 11 para dejarlo dormir—

—En aquella época, allá por el 70, yo tenía unos 7 años, mirábamos con mi hermana una serie televisiva de terror: “El hombre que volvió de la muerte”. Siempre culminaba después de la media noche; el asunto era después que terminaba, porque mi hermana se iba al baño y yo me quedaba solo en la cocina, ¡ay papito...me temblaba todo!; la cosa era que cuando mi hermana salía del baño, yo estaba pegado a la puerta esperándola, y si me tocaba apagar la luz ni le cuento—.

—¡Y su hermana era mucho mayor que Ud? ¿Que edad tenía en ese entonces?—preguntó la señora.

—Y si yo tenía 7, ella tendría 14 o 15 años; en abril le festejaron sus 15 en el club Hijos del Mar, ¡hubo tremenda fiesta! hasta orquesta había, y ella estaba tan linda, con un vestido largo rosado con lentejuelas y unos guantes de seda que la hacían una muñeca. Creo que llegó en un remise al club, parecía una novia. 


La señora y su esposo, estaban extasiados escuchando aquellas historias, que sucedieron en la misma casa que ellos ocupaban hacía doce años y volvían a preguntarle:

—¿Y qué juegos había o a que jugaban? Porque no había celular en aquel entonces—.


—Bueno, siempre estábamos inventando cosas para hacer; un 6 de enero, la cuadra se vistió de fiesta, se juntó todo el barrio aquí frente a mi casa, pues ahí enfrente estaba la cantina del club Relámpago y organizaron carreras de embolsados, de bicicletas, carreras de chatas con rulemanes, carrera de carretillas y el clásico palo enjabonado. Aún me parece ver al viejo Méndez, pelando el palo con un vidrio y luego de pararlo, colgaron billetes y regalos como trofeo para el que lograra llegar, pero le pusieron tanto jabón que era imposible trepar; solamente una niña se llevó los premios; Jael, una gurisa rubia, ¡tremenda machona! hija de Iris, una vecina del barrio. Al final se armó un partido de futbol en la calle entre el Relámpago y el Núñez que era el equipo de la otra mitad de la cuadra. El Ñato, Peloche, Loco Tronco, el Pata Loca, el Tito, Nené, el Chufeda, el Carreta, Negro Galo, Mario Musa, Huguito Cruz, el Sopa, el Nery de DT y yo de aguatero; en la vereda Graciela y Estela Lescano eran las porristas que animaban la fiesta.

También andaba Julio Perdomo, el Caco, Gerardito Sampayo, el Pepe, Omar Amado, Ricardito Giribone, el Lalo, y no me puedo olvidar del Cacho, ¡qué tipo solidario! Siempre dispuesto a dar una mano con una sonrisa, imposible ganarle al juego de damas, en tres o cuatro movimientos te liquidaba una partida. ¡que banda de gente! Sin duda que me queda alguno en el tintero.

Pahh… ¡Pero tiene historias como para hacer un libro don Ricardo! Imagino cada cosa que cuenta…pero siga, si es que anda con tiempo, nos encanta escucharlo.

—Y… quién le diga que alguna vez pueda escribir mi historia—. Decía el veterano, mientras caminaba por el pasillo hacia la terraza posterior.

Cuando entró al viejo patio, volvió a recordar todo lo que describió al principio cuando se dio a conocer; las plantas de su madre, las jardineras, la parra, y al mirar por los ventanales y bajo la mirada atenta de la señora de la casa, comentó:

—Allá donde se ve todo aquel caserío, había un campo enorme con tres lagunas; dos pequeñas, parecidas a un tajamar, la otra era enorme y cuando llovía crecía aún más, era el escenario perfecto para la cacería de ranas, pero no era cazar por cazar; capturábamos solamente los machos porque tenían más carne y nos hacíamos las panzadas. Recuerdo que las echábamos en un viejo pozo de ladrillos y cuando teníamos unas cuantas, les quitábamos la piel con una hoja de afeitar; les cortábamos las patas, la cabeza, las fritábamos con aceite en una sartén y nos divertíamos viendo cómo se movían en el aceite caliente.

Otras veces, armábamos una fogata, colocábamos una lata con maíz sobre el fuego y meta comer pororó con azúcar que alguno traía de la casa.

También habíamos hecho una canchita de futbol donde jugábamos sin reglas con otro grupo de amigos, tres palos atados con alambre formaban los arcos y corríamos casi todas las mañanas, hasta que al dueño de la pelota lo llamaban a comer.

Al llegar la primavera, aquel campo se volvía multicolor con la época de las cometas y cada uno era el artífice de la suya propia. Mandar cartitas era el deleite y nos imaginábamos historias mientras trepaban por el hilo empujadas por el viento. A veces, en la cola les colocábamos una hoja de Gillette, que eran las viejas hojas de afeitar, para jugar a la “cortadita” —.

¡Uyy que maldad! Exclamó el esposo.

—Y sí, se arrimaban con su cometa a la tuya y al recoger el hilo ésta subía, cortaban tu hilo en pleno vuelo y anda a buscarla… si es que no quedaba enganchada en los cables de la calle.

Pasaba que a veces, nos aburríamos de la rutina y había que darles otra acción a los juegos, igual que con la pelota; a veces era futbol, a veces era “el manchado”, otras el famoso “retchar” que se jugaba mano a mano y de arco a arco.

Aquí en la calle, algo que era muy habitual, el juego del cordoncito, ladrón y poli, mancha hielo, las escondidas y las paletas con Carlitos Gutiérrez y sus hermanas Olga y Carmen, Héctor Porro y su hermana Beatriz, Carlitos Peralta, Estelita Vargas; los días de lluvia navegando barquitos de papel contra el cordón y nos inventabamos historias de batallas navales; eran diferente grupos de amigos que nos relacionábamos más que nada por las edades y los gustos por los juegos, pero la guitarra era el común denominador siempre.—

—¡Qué hermoso que nos haya compartido todas estas experiencias! Le aseguro que de ahora en adelante, observaremos cada detalle de la casa con una perspectiva renovada y procuraremos valorar no solo la estructura física, sino también las historias impregnadas en cada rincón. Trataremos de descubrir la magia que cada esquina guarda, entendiendo que más allá de las paredes y objetos, hay narrativas llenas de vida—.

De pronto, suena el celular; era la voz de su esposa que diciendo: ¿Amor…demoras mucho? Tengo el mate pronto…

—Justo estaba saliendo para casa, en diez minutos estoy por allí— respondió tras un gesto como diciendo “el deber me llama, me tengo que ir” y se despidió agradecido por el tiempo y la atención.

Salió de la casa que alguna vez fue su hogar, liberándose de la pesada carga de un pasado que se entrelazaba entre los pliegues del tiempo, dejó atrás las cadenas de la nostalgia que obstaculizaban su capacidad de disfrutar el presente. Ahora, con cada paso hacia adelante, se permitía escribir nuevos capítulos, liberándose del yugo de los recuerdos para abrazar la libertad del ahora. Aunque aquellas historias y la esencia de su infancia, perduran inmortales en el lienzo de su memoria.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

DE MIS ARPEGIOS

El Testigo fiel