Un Café con Mario Benedetti

 

Hace unos días, encontrándome en una de esas tardes en las que la inspiración parecía haberse esfumado por completo, decidí refugiarme en el Sorocabana. El café que se volvió famoso gracias a las tertulias literarias que albergaban sus mesas. Su atmósfera, impregnada de historia y creatividad, hacía que el lugar vibrara con una energía única.  El café, que había cerrado sus puertas hace tiempo, finalmente había reabierto, y pensé que una visita podría ser justo lo que necesitaba para encontrar nuevamente mi musa.

Sentado junto a la ventana, con un café humeante entre mis manos, dejé que mis ojos vagaran por la sala, buscando alguna chispa de inspiración. De repente, el bullicio del café se desvaneció. Entonces, sucedió algo extraordinario: al levantar la vista, vi una figura conocida que me dejó sin aliento. Frente a mí, como salido de un sueño, estaba Mario Benedetti. 

—¿Mario? —mi voz apenas fue un susurro, entre la sorpresa y el asombro.

Él sonrió con una calidez que desarmaba cualquier duda.

—Sí, soy yo, Ricardo. No te asustes.

—¿Y cómo sabes mi nombre? —pregunté, completamente desconcertado.

Mario sonrió aún más ampliamente.

—La calidez de tus escritos me recuerda a los míos, que siempre intentaban acariciar el corazón de las personas. Por eso vine a ayudarte—.

Mis manos temblaban ligeramente mientras trataba de procesar lo que estaba ocurriendo. Ahí estaba Mario Benedetti, un gigante de la literatura, sentado frente a mí como si fuera la cosa más normal del mundo. Me incliné hacia él, sintiendo una mezcla de temor y reverencia.

—Pero... tú... —balbuceé, incapaz de articular una frase coherente

Mario levantó una mano para detenerme.

—Sé que esto parece increíble, pero estoy aquí para ayudarte. Sé que estás pasando por un bloqueo creativo y quiero compartir contigo algunos consejos—.

 No podía comenzar a atosigarlo con preguntas. Sentía que cualquier palabra adicional podría romper la magia del momento, así que dejé que Mario siguiera hablando.

 —En primer lugar te diré que la inspiración, Ricardo, es algo caprichoso. No siempre viene cuando la llamamos. A veces, necesitamos darle espacio y tiempo para que encuentre su camino hacia nosotros. Mi primer consejo es que no te obsesiones con las palabras que no llegan. Sal a caminar, observa la vida a tu alrededor. La ciudad, las personas, las pequeñas historias que se desarrollan cada día, todas son fuentes inagotables de inspiración.

 Me acomodé en la silla, bebiendo cada una de sus palabras. Mario continuó con su voz suave y cálida:

 —Otra cosa importante es leer. Lee mucho y variado. No solo los grandes clásicos o los autores que admiras, sino también cosas que están fuera de tu zona de confort. La lectura enriquece nuestra imaginación y nos da nuevas perspectivas. Y cuando leas, hazlo con la mente abierta, dejando que las palabras de otros nutran las tuyas—.

 Asentí, tomando nota mental de cada consejo. Sentía que estaba recibiendo una lección invaluable de un maestro. No se me ocurrió otra cosa que pedir un café para él, aunque lo vi tan entusiasmado contándome que no lo quise interrumpir. Y continuó…

 —Y no olvides escribir desde el corazón. No te preocupes por lo que otros puedan pensar o por las críticas. Escribe lo que sientes, lo que te apasiona. La autenticidad en la escritura es lo que realmente conecta con los lectores—.

 Me sentí inspirado y emocionado, pero también perdido en mi propio camino. Sin querer ser atrevido, le pedí más detalles sobre su vida y le dije:

 —Mario, me encantaría saber más sobre tus comienzos. ¿Cómo llegaste a ser escritor? ¿A qué te dedicabas antes?

 Los ojos de Mario brillaron con un destello de nostalgia y respondió:

 —¡Claro será un gusto! Mira yo nací en Paso de los Toros allá por 1920, en un lugar que siempre llevo en el corazón, se llamaba Santa Isabel. Mi familia era muy humilde y trabajadora. Desde pequeño, tuve que hacer varios trabajos para ayudar en casa. Empecé a trabajar a los catorce años, en una empresa de repuestos para automóviles, trabajé como taquígrafo, contador, funcionario público, vendedor, cajero y periodista. La vida no fue fácil, pero siempre encontré consuelo en las palabras—.

 Me sentí aún más conectado con él, viendo cómo había superado tantas dificultades para convertirse en el escritor que tanto admiraba.

 —¿Y cómo fue tu transición a la literatura? —pregunté, fascinado por su historia.

 —Fue un proceso gradual. No hay un momento exacto. Pero recuerdo la primera vez que publiqué un poema y recibí una carta de un lector que se había conmovido. Esa conexión, saber que mis palabras habían tocado a alguien, fue un hito importante. La escritura es una profesión solitaria, pero también es profundamente humana, porque conecta almas a través del tiempo y el espacio; siempre fue una pasión para mí, un refugio. Empecé a escribir poemas y cuentos desde joven. Mis primeras publicaciones fueron en revistas y periódicos. Fue un camino largo y arduo, pero nunca dejé de lado mi amor por las palabras. Eventualmente, logré publicar mis primeros libros, y la respuesta del público fue muy alentadora —concluyó.

 Y sin perder oportunidad volví a preguntar: —Hay una historia tuya que siempre me cautivó por su simpleza pero a la vez por su profundidad, La Tregua, ¿Cómo nació esa historia?

 Mario hizo una pausa, como si recordara esos días con cariño.

 —La Tregua fue una historia muy personal. Escribí esa historia aquí mismo, en aquella mesa de allí junto a la ventana— mientras la señalaba con su dedo índice —Fue entre enero y mayo de 1959, venía todos los mediodía de lunes a viernes hasta las dos de la tarde, era un momento de gran introspección. Recuerdo que traía unas hojas con membrete de la Industrial Francisco Piria, S.A, las ponía al revés y escribía en ellas. Quería explorar la vida de un hombre común, su rutina, sus sueños y sus frustraciones. Martín Santomé es un reflejo de muchas personas que conocí, y también de mí mismo. La historia de su amor tardío y fugaz con Laura Avellaneda fue una forma de expresar las esperanzas y las decepciones de la vida cotidiana, esa fue la tregua que la vida le dio al personaje, para que luego de la muerte de su amada se sumiera otra vez en la rutina hasta su propio final —.

 Sentí una conexión profunda con sus palabras, como si Mario estuviera desentrañando los mismos dilemas y esperanzas que yo experimento como escritor. No pude evitar hacerle una pregunta más personal.

 —¿Algún consejo para alguien que lucha con el bloqueo creativo? Porque me pasa seguido y me desespero, veo las historias pero no logro conectar como quisiera —pregunté, mi voz casi un ruego.

 Mario me miró fijamente, su expresión se suavizó y su voz adquirió un tono más íntimo.

 —El bloqueo es parte del proceso, Ricardo. Todos los escritores lo enfrentamos en algún momento. No te castigues por ello. En lugar de forzar las palabras, deja que las palabras te encuentren a ti, permítete vivir y experimentar. Observa el mundo a tu alrededor, encuentra inspiración en las pequeñas cosas. Escribe sobre lo que te conmueve, lo que te preocupa. La escritura es un reflejo de la vida misma, y cuando te conectas con tu propia vida, las palabras fluyen de manera natural—.

 Asentí, sintiendo cómo un peso se levantaba de mis hombros. Mario tenía razón: había estado tan enfocado en forzar las palabras que había olvidado lo más importante, vivir y sentir.

—Gracias, Mario. Tus palabras significan mucho para mí—.

 Nos quedamos en silencio por unos momentos, saboreando nuestros cafés y la compañía mutua. Sentí que había recibido un regalo invaluable, una guía que me ayudaría a superar mis bloqueos y a seguir adelante en mi camino como escritor.

No sabía qué más preguntarle, y fue entonces cuando se acomodó en la silla. Parecía disfrutar de la conversación tanto como yo, observándome con atención, y preguntó:

 —Cuéntame, muchacho, ¿en qué andas trabajando? —

 —Intento escribir una nueva historia—respondí. —Pero no hay caso, las palabras no fluyen como antes. Necesito inspiración.

 Mario asintió, comprendiendo perfectamente esa lucha interna, y no dudó en decirme sobre qué debía escribir:

 —Lo tengo —dijo sonriente—. Escribe sobre nuestro encuentro; cuéntale a todos esta experiencia; de esa manera, jamás me iré de tu vida y no volverás a bloquearte. Mi poesía será tu fuente de inspiración, y quién te dice que algún día ocupes mi sitial entre los mortales. Pero hay algo muy importante: El equilibrio. —continuó Mario— es fundamental para cualquier escritor. No puedes vivir solo para escribir, ni escribir solo para vivir. Necesitas nutrirte de experiencias, de momentos vividos y sentidos—

 —¡No! — exclamé. —Benedetti siempre será Benedetti— dije, mientras lo miraba con una mezcla de admiración y gratitud. Sus palabras retumbaban profundamente en mi interior, como si fueran la clave que había estado buscando.

 —Gracias, Mario —dije con sinceridad—. Prometo recordar tus consejos y aplicarlos en mi vida y en mis escritos—.

 Me sonrió con ternura y se levantó lentamente de la mesa. Parecía que nuestro encuentro llegaba a su fin, pero sus palabras quedarían grabadas en mi mente para siempre. Se puso el sombrero y repitió:

 —Recuerda, la poesía está en todas partes. Solo necesitas abrir los ojos y el corazón para encontrarla. Buena suerte, amigo mío—.

 Y con esas palabras, Mario Benedetti se desvaneció en el bullicio del café, dejándome con una nueva perspectiva y un renovado sentido de propósito. Sabía que, a partir de ese momento, mi camino como escritor estaría guiado por las enseñanzas de un maestro que, aunque ya no estuviera presente físicamente, viviría siempre en mis palabras.

 

Ricardo Ismael

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